jueves, 4 de noviembre de 2010

Artículos de Mariano José de Larra

Vuelva usted mañana

Gran persona debió de ser el primero que llamó pecado mortal a la pereza; nosotros, que ya en uno de nuestros artículos anteriores estuvimos más serios de lo que nunca nos habíamos propuesto, no entraremos ahora en largas y profundas investigaciones acerca de la historia de este pecado, por más que conozcamos que hay pecados que pican en historia, y que la historia de los pecados sería un tanto cuanto divertida. Convengamos solamente en que esta institución ha cerrado y cerrará las puertas del cielo a más de un cristiano.
Estas reflexiones hacía yo casualmente no hace muchos días, cuando se presentó en mi casa un extranjero de estos que, en buena o en mala parte, han de tener siempre de nuestro país una idea exagerada e hiperbólica, de estos que, o creen que los hombres aquí son todavía los espléndidos, francos, generosos y caballerescos seres de hace dos siglos, o que son aún las tribus nómadas del otro lado del Atlante: en el primer caso vienen imaginando que nuestro carácter se conserva intacto como nuestra ruina; en el segundo vienen temblando por esos caminos, y pregunta si son los ladrones que los han de despojar los individuos de algún cuerpo de guardia establecido precisamente para defenderlos de los azares de un camino, comunes a todos los países.
Verdad es que nuestro país no es de aquellos que se conocen a primera ni a segunda vista, y si no temiéramos que nos llamasen atrevidos, lo compararíamos de buena gana a esos juegos de manos sorprendentes e inescrutables para el que ignora su artificio, que estribando en una grandísima bagatela, suelen después de sabidos dejar asombrado de su poca perspicacia al mismo que se devanó los sesos por buscarles causas extrañas. Muchas veces la falta de una causa determinante en las cosas nos hace creer que debe de haberlas profundas para mantenerlas al abrigo de nuestra penetración. Tal es el orgullo del hombre, que más quiere declarar en alta voz que las cosas son incomprensibles cuando no las comprende él, que confesar que el ignorarlas puede depender de su torpeza.
Esto no obstante, como quiera que entre nosotros mismos se hallen muchos en esta ignorancia de los verdaderos resortes que nos mueven, no tendremos derecho para extrañar que los extranjeros no los puedan tan fácilmente penetrar.
Un extranjero de estos fue el que se presentó en mi casa, provisto de competentes cartas de recomendación para mi persona. Asuntos intrincados de familia, reclamaciones futuras, y aun proyectos vastos concebidos en París de invertir aquí sus cuantiosos caudales en tal cual especulación industrial o mercantil, eran los motivos que a nuestra patria le conducían.
Acostumbrado a la actividad en que viven nuestros vecinos, me aseguró formalmente que pensaba permanecer aquí muy poco tiempo, sobre todo si no encontraba pronto objeto seguro en que invertir su capital. Pareciome el extranjero digno de alguna consideración, trabé presto amistad con él, y lleno de lástima traté de persuadirle a que se volviese a su casa cuanto antes, siempre que seriamente trajese otro fin que no fuese el de pasearse. Admirole la proposición, y fue preciso explicarme más claro.
-Mirad -le dije-, monsieur Sans-délai -que así se llamaba-; vos venís decidido a pasar quince días, y a solventar en ellos vuestros asuntos.
-Ciertamente -me contestó-. Quince días, y es mucho. Mañana por la mañana buscamos un genealogista para mis asuntos de familia; por la tarde revuelve sus libros, busca mis ascendientes, y por la noche ya sé quién soy. En cuanto a mis reclamaciones, pasado mañana las presento fundadas en los datos que aquél me dé, legalizadas en debida forma; y como será una cosa clara y de justicia innegable (pues sólo en  este caso haré valer mis derechos), al tercer día se juzga el caso y soy dueño de lo mío. En cuanto a mis especulaciones, en que pienso invertir mis caudales, al cuarto día ya habré presentado mis proposiciones. Serán buenas o malas, y admitidas o desechadas en el acto, y son cinco días; en el sexto, séptimo y octavo, veo lo que hay que ver en Madrid; descanso el noveno; el décimo tomo mi asiento en la diligencia, si no me conviene estar más tiempo aquí, y me vuelvo a mi casa; aún me sobran de los quince cinco días.
Al llegar aquí monsieur Sans-délai traté de reprimir una carcajada que me andaba retozando ya hacía rato en el cuerpo, y si mi educación logró sofocar mi inoportuna jovialidad, no fue bastante a impedir que se asomase a mis labios una suave sonrisa de asombro y de lástima que sus planes ejecutivos me sacaban al rostro mal de mi grado.
-Permitidme, monsieur Sans-délai -le dije entre socarrón y formal-, permitidme que os convide a comer para el día en que llevéis quince meses de estancia en Madrid.
-¿Cómo?
-Dentro de quince meses estáis aquí todavía.
-¿Os burláis?
-No por cierto.
-¿No me podré marchar cuando quiera? ¡Cierto que la idea es graciosa!
-Sabed que no estáis en vuestro país activo y trabajador.
-¡Oh!, los españoles que han viajado por el extranjero han adquirido la costumbre de hablar mal siempre de su país por hacerse superiores a sus compatriotas.
-Os aseguro que en los quince días con que contáis, no habréis podido hablar siquiera a una sola de las personas cuya cooperación necesitáis.
-¡Hipérboles! Yo les comunicaré a todos mi actividad.
-Todos os comunicarán su inercia.
Conocí que no estaba el señor de Sans-délai muy dispuesto a dejarse convencer sino por la experiencia, y callé por entonces, bien seguro de que no tardarían mucho los hechos en hablar por mí.
Amaneció el día siguiente, y salimos entrambos a buscar un genealogista, lo cual sólo se pudo hacer preguntando de amigo en amigo y de conocido en conocido: encontrámosle por fin, y el buen señor, aturdido de ver nuestra precipitación, declaró francamente que necesitaba tomarse algún tiempo; instósele, y por mucho favor nos dijo definitivamente que nos diéramos una vuelta por allí dentro de unos días. Sonreíme y marchámonos. Pasaron tres días; fuimos.
-Vuelva usted mañana -nos respondió la criada-, porque el señor no se ha levantado todavía.
-Vuelva usted mañana -nos dijo al siguiente día-, porque el amo acaba de salir.
-Vuelva usted mañana -nos respondió al otro-, porque el amo está durmiendo la siesta.
-Vuelva usted mañana -nos respondió el lunes siguiente-, porque hoy ha ido a los toros.
-¿Qué día, a qué hora se ve a un español? Vímosle por fin, y «Vuelva usted mañana -nos dijo-, porque se me ha olvidado. Vuelva usted mañana, porque no está en limpio».
A los quince días ya estuvo; pero mi amigo le había pedido una noticia del apellido Díez, y él había entendido Díaz, y la noticia no servía. Esperando nuevas pruebas, nada dije a mi amigo, desesperado ya de dar jamás con sus abuelos.
Es claro que faltando este principio no tuvieron lugar las reclamaciones.
Para las proposiciones que acerca de varios establecimientos y empresas utilísimas pensaba hacer, había sido preciso buscar un traductor; por los mismos pasos que el genealogista nos hizo pasar el traductor; de mañana en mañana nos llevó hasta el fin del mes. Averiguamos que necesitaba dinero diariamente para comer, con la mayor urgencia; sin embargo, nunca encontraba momento oportuno para trabajar. El escribiente hizo después otro tanto con las copias, sobre llenarlas de mentiras, porque un escribiente que sepa escribir no le hay en este país.
No paró aquí; un sastre tardó veinte días en hacerle un frac, que le había mandado llevarle en veinticuatro horas; el zapatero le obligó con su tardanza a comprar botas hechas; la planchadora necesitó quince días para plancharle una camisola; y el sombrerero a quien le había enviado su sombrero a variar el ala, le tuvo dos días con la cabeza al aire y sin salir de casa.
Sus conocidos y amigos no le asistían a una sola cita, ni avisaban cuando faltaban, ni respondían a sus esquelas. ¡Qué formalidad y qué exactitud!
-¿Qué os parece de esta tierra, monsieur Sans-délai? -le dije al llegar a estas pruebas.
-Me parece que son hombres singulares...
-Pues así son todos. No comerán por no llevar la comida a la boca.
Presentose con todo, yendo y viniendo días, una proposición de mejoras para un ramo que no citaré, quedando recomendada eficacísimamente.
A los cuatro días volvimos a saber el éxito de nuestra pretensión.
-Vuelva usted mañana -nos dijo el portero-. El oficial de la mesa no ha venido hoy.
«Grande causa le habrá detenido», dije yo entre mí. Fuímonos a dar un paseo, y nos encontramos, ¡qué casualidad!, al oficial de la mesa en el Retiro, ocupadísimo en dar una vuelta con su señora al hermoso sol de los inviernos claros de Madrid. Martes era el día siguiente, y nos dijo el portero:
-Vuelva usted mañana, porque el señor oficial de la mesa no da audiencia hoy.
-Grandes negocios habrán cargado sobre él -dije yo.
Como soy el diablo y aun he sido duende, busqué ocasión de echar una ojeada por el agujero de una cerradura. Su señoría estaba echando un cigarrito al brasero, y con una charada del Correo entre manos que le debía costar trabajo el acertar.
-Es imposible verle hoy -le dije a mi compañero-; su señoría está en efecto ocupadísimo.
Dionos audiencia el miércoles inmediato, y, ¡qué fatalidad!, el expediente había pasado a informe, por desgracia, a la única persona enemiga indispensable de monsieur y de su plan, porque era quien debía salir en él perjudicado. Vivió el expediente dos meses en informe, y vino tan informado como era de esperar. Verdad es que nosotros no habíamos podido encontrar empeño para una persona muy amiga del informante. Esta persona tenía unos ojos muy hermosos, los cuales sin duda alguna le hubieran convencido en sus ratos perdidos de la justicia de nuestra causa.
Vuelto de informe se cayó en la cuenta en la sección de nuestra bendita oficina de que el tal expediente no correspondía a aquel ramo; era preciso rectificar este pequeño error; pasose al ramo, establecimiento y mesa correspondiente, y hétenos caminando después de tres meses a la cola siempre de nuestro expediente, como hurón que busca el conejo, y sin poderlo sacar muerto ni vivo de la huronera. Fue el caso al llegar aquí que el expediente salió del primer establecimiento y nunca llegó al otro.
-De aquí se remitió con fecha de tantos -decían en uno.
-Aquí no ha llegado nada -decían en otro.
-¡Voto va! -dije yo a monsieur Sans-délai, ¿sabéis que nuestro expediente se ha quedado en el aire como el alma de Garibay, y que debe de estar ahora posado como una paloma sobre algún tejado de esta activa población?
Hubo que hacer otro. ¡Vuelta a los empeños! ¡Vuelta a la prisa! ¡Qué delirio!
-Es indispensable -dijo el oficial con voz campanuda-, que esas cosas vayan por sus trámites regulares.
Es decir, que el toque estaba, como el toque del ejercicio militar, en llevar nuestro expediente tantos o cuantos años de servicio.
Por último, después de cerca de medio año de subir y bajar, y estar a la firma o al informe, o a la aprobación o al despacho, o debajo de la mesa, y de volver siempre mañana, salió con una notita al margen que decía:
«A pesar de la justicia y utilidad del plan del exponente, negado.»
-¡Ah, ah!, monsieur Sans-délai -exclamé riéndome a carcajadas-; éste es nuestro negocio.
Pero monsieur Sans-délai se daba a todos diablos.
-¿Para esto he echado yo mi viaje tan largo? ¿Después de seis meses no habré conseguido sino que me digan en todas partes diariamente: «Vuelva usted mañana», y cuando este dichoso «mañana» llega en fin, nos dicen redondamente que «no»? ¿Y vengo a darles dinero? ¿Y vengo a hacerles favor? Preciso es que la intriga más enredada se haya fraguado para oponerse a nuestras miras.
-¿Intriga, monsieur Sans-délai? No hay hombre capaz de seguir dos horas una intriga. La pereza es la verdadera intriga; os juro que no hay otra; ésa es la gran causa oculta: es más fácil negar las cosas que enterarse de ellas.
Al llegar aquí, no quiero pasar en silencio algunas razones de las que me dieron para la anterior negativa, aunque sea una pequeña digresión.
-Ese hombre se va a perder -me decía un personaje muy grave y muy patriótico.
-Esa no es una razón -le repuse-: si él se arruina, nada, nada se habrá perdido en concederle lo que pide; él llevará el castigo de su osadía o de su ignorancia.
-¿Cómo ha de salir con su intención?
-Y suponga usted que quiere tirar su dinero y perderse, ¿no puede uno aquí morirse siquiera, sin tener un empeño para el oficial de la mesa?
-Puede perjudicar a los que hasta ahora han hecho de otra manera eso mismo que ese señor extranjero quiere.
-¿A los que lo han hecho de otra manera, es decir, peor?
-Sí, pero lo han hecho.
-Sería lástima que se acabara el modo de hacer mal las cosas. ¿Conque, porque siempre se han hecho las cosas del modo peor posible, será preciso tener consideraciones con los perpetuadores del mal? Antes se debiera mirar si podrían perjudicar los antiguos al moderno.
-Así está establecido; así se ha hecho hasta aquí; así lo seguiremos haciendo.
-Por esa razón deberían darle a usted papilla todavía como cuando nació.
-En fin, señor Fígaro, es un extranjero.
-¿Y por qué no lo hacen los naturales del país?
-Con esas socaliñas vienen a sacarnos la sangre.
-Señor mío -exclamé, sin llevar más adelante mi paciencia-, está usted en un error harto general. Usted es como muchos que tienen la diabólica manía de empezar siempre por poner obstáculos a todo lo bueno, y el que pueda que los venza. Aquí tenemos el loco orgullo de no saber nada, de quererlo adivinar todo y no reconocer maestros. Las naciones que han tenido, ya que no el saber, deseos de él, no han encontrado otro remedio que el de recurrir a los que sabían más que ellas.
»Un extranjero -seguí- que corre a un país que le es desconocido, para arriesgar en él sus caudales, pone en circulación un capital nuevo, contribuye a la sociedad, a quien hace un inmenso beneficio con su talento y su dinero, si pierde es un héroe; si gana es muy justo que logre el premio de su trabajo, pues nos proporciona ventajas que no podíamos acarrearnos solos. Ese extranjero que se establece en este país, no viene a sacar de él el dinero, como usted supone; necesariamente se establece y se arraiga en él, y a la vuelta de media docena de años, ni es extranjero ya ni puede serlo; sus más caros intereses y su familia le ligan al nuevo país que ha adoptado; toma cariño al suelo donde ha hecho su fortuna, al pueblo donde ha escogido una compañera; sus hijos son españoles, y sus nietos lo serán; en vez de extraer el dinero, ha venido a dejar un capital suyo que traía, invirtiéndole y haciéndole producir; ha dejado otro capital de talento, que vale por lo menos tanto como el del dinero; ha dado de comer a los pocos o muchos naturales de quien ha tenido necesariamente que valerse; ha hecho una mejora, y hasta ha contribuido al aumento de la población con su nueva familia. Convencidos de estas importantes verdades, todos los Gobiernos sabios y prudentes han llamado a sí a los extranjeros: a su grande hospitalidad ha debido siempre la Francia su alto grado de esplendor; a los extranjeros de todo el mundo que ha llamado la Rusia, ha debido el llegar a ser una de las primeras naciones en muchísimo menos tiempo que el que han tardado otras en llegar a ser las últimas; a los extranjeros han debido los Estados Unidos... Pero veo por sus gestos de usted -concluí interrumpiéndome oportunamente a mí mismo- que es muy difícil convencer al que está persuadido de que no se debe convencer. ¡Por cierto, si usted mandara, podríamos fundar en usted grandes esperanzas!
Concluida esta filípica, fuime en busca de mi Sans-délai.
-Me marcho, señor Fígaro -me dijo-. En este país «no hay tiempo» para hacer nada; sólo me limitaré a ver lo que haya en la capital de más notable.
-¡Ay, mi amigo! -le dije-, idos en paz, y no queráis acabar con vuestra poca paciencia; mirad que la mayor parte de nuestras cosas no se ven.
-¿Es posible?
-¿Nunca me habéis de creer? Acordaos de los quince días...
Un gesto de monsieur Sans-délai me indicó que no le había gustado el recuerdo.
-Vuelva usted mañana -nos decían en todas partes-, porque hoy no se ve.
-Ponga usted un memorialito para que le den a usted permiso especial.
Era cosa de ver la cara de mi amigo al oír lo del memorialito: representábasele en la imaginación el informe, y el empeño, y los seis meses, y... Contentose con decir:
-Soy extranjero. ¡Buena recomendación entre los amables compatriotas míos!
Aturdíase mi amigo cada vez más, y cada vez nos comprendía menos. Días y días tardamos en ver las pocas rarezas que tenemos guardadas. Finalmente, después de medio año largo, si es que puede haber un medio año más largo que otro, se restituyó mi recomendado a su patria maldiciendo de esta tierra, y dándome la razón que yo ya antes me tenía, y llevando al extranjero noticias excelentes de nuestras costumbres; diciendo sobre todo que en seis meses no había podido hacer otra cosa sino «volver siempre mañana», y que a la vuelta de tanto «mañana», eternamente futuro, lo mejor, o más bien lo único que había podido hacer bueno, había sido marcharse.
¿Tendrá razón, perezoso lector (si es que has llegado ya a esto que estoy escribiendo), tendrá razón el buen monsieur Sans-délai en hablar mal de nosotros y de nuestra pereza? ¿Será cosa de que vuelva el día de mañana con gusto a visitar nuestros hogares? Dejemos esta cuestión para mañana, porque ya estarás cansado de leer hoy: si mañana u otro día no tienes, como sueles, pereza de volver a la librería, pereza de sacar tu bolsillo, y pereza de abrir los ojos para hojear las hojas que tengo que darte todavía, te contaré cómo a mí mismo, que todo esto veo y conozco y callo mucho más, me ha sucedido muchas veces, llevado de esta influencia, hija del clima y de otras causas, perder de pereza más de una conquista amorosa; abandonar más de una pretensión empezada, y las esperanzas de más de un empleo, que me hubiera sido acaso, con más actividad, poco menos que asequible; renunciar, en fin, por pereza de hacer una visita justa o necesaria, a relaciones sociales que hubieran podido valerme de mucho en el transcurso de mi vida; te confesaré que no hay negocio que no pueda hacer hoy que no deje para mañana; te referiré que me levanto a las once, y duermo siesta; que paso haciendo el quinto pie de la mesa de un café, hablando o roncando, como buen español, las siete y las ocho horas seguidas; te añadiré que cuando cierran el café, me arrastro lentamente a mi tertulia diaria (porque de pereza no tengo más que una), y un cigarrito tras otro me alcanzan clavado en un sitial, y bostezando sin cesar, las doce o la una de la madrugada; que muchas noches no ceno de pereza, y de pereza no me acuesto; en fin, lector de mi alma, te declararé que de tantas veces como estuve en esta vida desesperado, ninguna me ahorqué y siempre fue de pereza. Y concluyo por hoy confesándote que ha más de tres meses que tengo, como la primera entre mis apuntaciones, el título de este artículo, que llamé «Vuelva usted mañana»; que todas las noches y muchas tardes he querido durante ese tiempo escribir algo en él, y todas las noches apagaba mi luz diciéndome a mí mismo con la más pueril credulidad en mis propias resoluciones: «¡Eh!, ¡mañana le escribiré!». Da gracias a que llegó por fin este mañana que no es del todo malo: pero ¡ay de aquel mañana que no ha de llegar jamás!

El Pobrecito Hablador, n.º 11, enero de 1833.



 Yo quiero ser cómico

No fuera yo Fígaro, ni tuviera esa travesura y maliciosa índole que malas lenguas me atribuyen, si no sacara a la luz pública cierta visita que no ha muchos días tuve en mi propia casa.
Columpiábame en mi mullido sillón, de estos que dan vueltas sobre su eje, los cuales son especialmente de mi gusto por asemejarse en cierto modo a muchas gentes que conozco, y me hallaba en la mayor perplejidad sin saber cuál de mis numerosas apuntaciones elegiría para un artículo que no me correspondía injerir aquel día en la Revista. Quería yo que fuese interesante sin ser mordaz, y conocía toda la dificultad de mi empeño, y sobre todo que fuese serio, porque no está siempre un hombre de buen humor, o de buen talante, para comunicar el suyo a los demás. No dejaba de atormentarme la idea de que fuese histórico, y por consiguiente verídico, porque mientras yo no haga más que cumplir con las obligaciones de fiel cronista de los usos y costumbres de mi siglo, no se me podrá culpar de mal intencionado, ni de amigo de buscar pendencias por una sátira más o menos.
Hallábame, como he dicho, sin saber cuál de mis notas escogería por más inocente, y no encontraba por cierto mucho que escoger, cuando me deparó felizmente la casualidad materia sobrada para un artículo, al anunciarme mi criado a un joven que me quería hablar indispensablemente.
Pasó adelante el joven haciéndome una cortesía bastante zurda, como de hombre que necesita y estudia en la fisonomía del que le ha de favorecer sus gustos e inclinaciones, o su humor del momento, para conformarse prudentemente con él; y dando tormento a los tirantes y rudos músculos de su fisonomía para adoptar una especie de careta que desplegase a mi vista sentimientos mezclados de afecto y de deferencia, me dijo con voz forzadamente sumisa y cariñosa:
-¿Es usted el redactor llamado Fígaro?
-¿Qué tiene usted que mandarme?
-Vengo a pedirle un favor... ¡Cómo me gustan sus artículos de usted!
-Es claro... Si usted me necesita...
-Un favor de que depende mi vida acaso... ¡Soy un apasionado, un amigo de usted!
-Por supuesto... siendo el favor de tanto interés para usted...
-Yo soy un joven...
-Lo presumo.
-Que quiero ser cómico, y dedicarme al teatro.
-¿Al teatro?
-Sí, señor... como el teatro está cerrado ahora...
-Es la mejor ocasión.
-Como estamos en cuaresma, y es la época de ajustar para la próxima temporada cómica, desearía que usted me recomendase...
-¡Bravo empeño! ¿A quién?
-Al Ayuntamiento.
-¡Hola! ¿Ajusta el Ayuntamiento?
-Es decir, a la empresa.
-¡Ah! ¿Ajusta la empresa?
-Le diré a usted... según algunos, esto no se sabe... pero... para cuando se sepa.
-En ese caso, no tiene usted prisa, porque nadie la tiene...
-Sin embargo, como yo quiero ser cómico...
-Cierto. ¿Y qué sabe usted? ¿Qué ha estudiado usted?
-¿Cómo? ¿Se necesita saber algo?
-No; para ser actor, ciertamente, no necesita usted saber cosa mayor...
-Por eso; yo no quisiera singularizarme; siempre es malo entrar con ese pie en una corporación.
-Ya le entiendo a usted; usted quisiera ser cómico aquí, y así será preciso examinarle por la pauta del país. ¿Sabe usted castellano?
-Lo que usted ve..., para hablar; las gentes me entienden...
-Pero la gramática, y la propiedad, y...
-No, señor, no.
-Bien, ¡eso es muy bueno! Pero sabrá usted desgraciadamente el latín, y habrá estudiado humanidades, bellas letras...
-Perdone usted.
-Sabrá de memoria los poetas clásicos, y los comprenderá, y podrá verter sus ideas en las tablas.
-Perdone usted, señor. Nada, nada. ¿Tan poco favor me hace usted? Que me caiga muerto aquí si he leído una sola línea de eso, ni he oído hablar tampoco... Mire usted...
-No jure usted. ¿Sabe usted pronunciar con afectación todas las letras de una palabra, y decir unas voces por otras, «actitud» por «aptitud», y «aptitud» por «actitud», «diferiencia» por «diferencia», «háyamos» por «hayamos», «dracmático» por «dramático», y otras semejantes?
-Sí, señor, sí, todo eso digo yo.
-Perfectamente; me parece que sirve usted para el caso. ¿Aprendió usted historia?
-No, señor; no sé lo que es.
-Por consiguiente, no sabrá usted lo que son trajes, ni épocas, ni caracteres históricos...
-Nada, nada, no señor.
-Perfectamente.
-Le diré a usted...; en cuanto a trajes, ya sé que en siendo muy antiguo, siempre a la romana.
-Esto es: aunque sea griego el asunto.
-Sí señor: si no es tan antiguo, a la antigua francesa o a la antigua española; según... ropilla, trusas, capacete, acuchillados, etc. Si es más moderno o del día, levita a la Utrilla en los calaveras, y polvos, casacón y media en los padres.
-¡Ah! ¡Ah! Muy bien.
-Además, eso en el ensayo general se le pregunta al galán o a la dama, según el sexo de cada uno que lo pregunta, y conforme a lo que ellos tienen en sus arcas, así...
-¡Bravo!
-Porque ellos suelen saberlo.
-¿Y cómo presentará usted un carácter histórico?
-Mire usted; el papel lo dirá, y luego, como el muerto no se ha de tomar el trabajo de resucitar sólo para desmentirle a uno... Además, que gran parte del público suele estar tan enterada como nosotros...
-¡Ah!, ya... Usted sirve para el ejercicio. La figura es la que no...
-No es gran cosa; pero eso no es esencial.
-Y de educación, de modales y usos de sociedad, ¿a qué altura se halla usted?
-Mal; porque si va a decir verdad, yo soy un pobrecillo: yo era escribiente en una mala administración; me echaron por holgazán, y me quiero meter a cómico porque se me figura a mí que es oficio en que no hay nada que hacer...
-Y tiene usted razón.
-Todo lo hace el apunte, y... por consiguiente, no conozco esos señores usos de sociedad que usted dice, ni nunca traté a ninguno de ellos.
-Ni conocerá usted el mundo, ni el corazón humano.
-Escasamente.
-¿Y cómo representará usted tantos caracteres distintos?
-Le diré a usted: si hago de rey, de príncipe o de magnate, ahuecaré la voz, miraré por encima del hombro a mis compañeros, mandaré con mucho imperio...
-Sin embargo, en el mundo esos personajes suelen ser muy afables y corteses, y como están acostumbrados, desde que nacen, a ser obedecidos a la menor indicación, mandan poco y sin dar gritos...
-Sí, pero ¡ya ve usted!, en el teatro es otra cosa.
-Ya me hago cargo.
-Por ejemplo, si hago un papel de juez, aunque esté delante de señoras o en casa ajena, no me quitaré el sombrero, porque en el teatro la justicia está dispensada de tener crianza; daré fuertes golpes en el tablero con mi bastón de borlas, y pondré cara de caballo, como si los jueces no tuviesen entrañas...
-No se puede hacer más.
-Si hago de delincuente me haré el perseguido, porque en el teatro todos los reos son inocentes...
-Muy bien.
-Si hago un papel de pícaro, que ahora están en boga, cejas arqueadas, cara pálida, voz ronca, ojos atravesados, aire misterioso, apartes melodramáticos... Si hago un calavera, muchos brincos y zapatetas, carreritas de pies y lengua, vueltas rápidas y habla ligera... Si hago un barba, andaré a compás, como un juego de escarpias, me temblarán siempre las manos como perlático o descoyuntado; y aunque el papel no apunte más de cincuenta años, haré del tarado y decrépito, y apoyaré mucho la voz con intención marcada en la moraleja, como quien dice a los espectadores: «Allá va esto para ustedes».
-¿Tiene usted grandes calvas para las barbas?
-¡Oh!, disformes; tengo una que me coge desde las narices hasta el colodrillo; bien que ésta la reservo para las grandes solemnidades. Pero aun para diario tengo otras, tales que no se me ve la cara con ellas.
-¿Y los graciosos?
-Esto es lo más fácil: estiraré mucho la pata, daré grandes voces, haré con la cara y el cuerpo todos los raros visajes y estupendas contorsiones que alcance, y saldré vestido de arlequín...
-Usted hará furor.
-¡Vaya si haré! Se morirá el público de risa, y se hundirá la casa a aplausos. Y especialmente, en toda clase de papeles, diré directamente al público todos los apartes, monólogos, gracias y parlamentos de intención o lucimiento que en mi parte se presenten.
-¿Y memoria?
-No es cosa la que tengo; y aun esa no la aprovecho, porque no me gusta el estudio. Además, que eso es cuenta del apuntador. Si se descuida, se le lanzan de vez en cuando un par de miradas terribles, como diciendo al público: «¡Ven ustedes qué hombre!»
-Esto es; de modo que el apuntador vaya tirando del papel como de una carreta, y sacándole a usted la relación del cuerpo como una cinta. De esa manera, y hablando él altito, tiene el público el placer de oír a un mismo tiempo dos ejemplares de un mismo papel.
-Sí, señor; y, en fin, cuando uno no sabe su relación, se dice cualquier tontería, y el público se la ríe. ¡Es tan guapo el público! ¡Si usted viera!
-Ya sé, ¡ya!
-Vez hay que en una comedia en verso añade uno un párrafo en prosa: pues ni se enfada, ni menos lo nota. Así es que no hay nada más común que añadir...
-¡Ya se ve, que hacen muy bien! Pues, señor, usted es cómico, y bueno. ¿Usted ha representado anteriormente?
-¡Vaya! En comedias caseras. He alborotado con el García y el Delincuente honrado.
-No más, no más; le digo a usted que usted será cómico. Dígame usted, ¿sabrá usted hablar mal de los poetas y despreciarlos, aunque no los entienda; alabar las comedias por el lenguaje, aunque no sepa lo que es, o por el verso, mas que no entienda siquiera lo que es prosa?
-¿Pues no tengo de saber, señor? Eso lo hace cualquiera.
-¿Sabrá usted quejarse amargamente, y entablar una querella criminal contra el primero que se atreva a decir en letras de molde que usted no lo hace todas las noches sobresalientemente? ¿Sabrá usted decir de los periodistas que quién son ellos para...?
-Vaya si sabré; precisamente ése es el tema nuestro de todos los días. Mande usted otra cosa.
Al llegar aquí no pude ya contener mi gozo por más tiempo, y arrojándome en los brazos de mi recomendado:
-¡Venga usted acá, mancebo generoso! -exclamé todo alborozado-; ¡venga usted acá, flor y nata de la andante comiquería!: usted ha nacido en este siglo de hierro de nuestra gloria dramática para renovar aquel siglo de oro, en que sólo comían los hombres bellotas y pacían a su libertad por los bosques, sin la distinción del tuyo y del mío. Usted será cómico, en fin, o se han de olvidar las reglas que hoy rigen en el ejercicio.
Diciendo estas y otras razones, despedí a mi candidato prometiéndole las más eficaces recomendaciones.

Revista Española, n.º 34, 1 de marzo de 1833. Firmado: Fígaro.



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